El Absolutismo Monárquico
El tercer componente del Antiguo Régimen, después del sistema señorial y la sociedad estamental, era el absolutismo monárquico. La forma predominante de gobierno en toda Europa era la monarquía absoluta, en la que el poder del monarca destacaba por encima de todos los demás estamentos. El absolutismo era el resultado del fortalecimiento del poder real por encima de la nobleza, iniciado a finales de la Baja Edad Media. Había, sin embargo, muchas diferencias entre los diversos reinos y, en algunos, la monarquía se veía limitada por la intromisión de la nobleza o por el control de las Cortes.
La monarquía de derecho divino
La estructura piramidal y jerarquizada de la sociedad estamental tenía su cúspide en el monarca absoluto. Él estaba por encima de todos los habitantes de su reino y todos eran sus súbditos, a él sometidos y por él gobernados. Así, el eje central del sistema político del Antiguo Régimen era la monarquía absoluta de derecho divino, según la cual la autoridad del monarca provenía de Dios, en nombre de quien ejercía el poder.
Como reflejo del poder divino, el monarca poseía un poder absoluto: nombraba a los magistrados, administraba justicia y dirigía la política exterior. No se sometía a ningún control y no compartía la soberanía con nadie. Todo el Estado residía en él, y la voluntad de sus súbditos estaba englobada en la suya. El ejemplo más completo y conocido de la fórmula política de monarquía absoluta fue la monarquía francesa de los Borbones.
A pesar de que, desde un punto de vista formal, todo el poder residía en el monarca, en la práctica estaba auxiliado por unas instituciones que lo asesoraban y ejecutaban sus mandatos. El principal órgano de gobierno era el Consejo de Estado, cuyos miembros habían de ser designados por el rey. La complejidad creciente de los asuntos de gobierno, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, hizo que se subdividiera en secciones especializadas: Consejos de Finanzas, de Justicia, de Guerra, etc. También había Negociados (secciones especializadas en el tratamiento de asuntos más concretos) y se hizo habitual la designación de Secretarios de Estado, comparables a los actuales ministros.
La administración local estaba en manos de gobernadores o intendentes, u otros tipos de cargos que tenían atribuciones para aplicar las leyes, mantener el orden, dirigir las obras públicas, la industria, el comercio, o cualquier asunto de gobierno territorial. Estos cargos dependían del monarca y eran revocables a su voluntad.
Por último, una legión de funcionarios y de burócratas se encargaba de ejecutar las órdenes reales, de administrar justicia, de recaudar los impuestos, etc. Su trabajo y su presencia en todo el territorio eran indispensables para hacer funcionar la compleja maquinaria estatal.
El poder del soberano estaba restringido, no obstante, por la ley divina, a la que estaba sometido como cualquier otro; por el derecho natural, conjunto de normas formadas por la costumbre y la tradición, y por las leyes fundamentales de cada reino, que expresaban un mínimo pacto entre el monarca y sus súbditos, que el monarca debía aceptar en el momento de su coronación. Este último caso comprende las limitaciones que los Parlamentos, las Cortes o los Estados Generales imponían al monarca.
Desde la Baja Edad Media fue frecuente que a la Corte formada por nobles y clérigos que aconsejaban al rey, se uniesen los representantes de las ciudades (burgueses). Estos tres grupos constituían las Cortes o Parlamentos. Su papel era muy limitado y no se deben confundir con los Parlamentos modernos. Cada estamento deliberaba separadamente y votaba como grupo ante las propuestas del monarca. Sólo tenían ciertas atribuciones en materia fiscal; suplían al monarca en situaciones excepcionales y ratificaban a los nuevos reyes. Pero aún así, los monarcas absolutos intentaron marginar a los Parlamentos que podían obstaculizar el ejercicio del poder absoluto, y sólo recurrían a convocarlos en situaciones externas, para pedir aumento de impuestos o ayudas económicas.
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