Así se vivía a bordo de un submarino alemán en la II Guerra Mundial
La propaganda nazi ensalzó al U-Boot (abreviatura de Unterseeboot, «submarino») como ejemplo de arma invencible, los tripulantes de los submarinos alemanes estaban rodeados de un halo de prestigio y romanticismo. Se les consideraba héroes; una mezcla de soldados y aventureros, que vivían peligros combatiendo en alta mar dentro de un sofisticado buque, y eran recibidos con honores a su llegada a puerto. Es cierto que dormían y comían caliente todos los días, recibían buenas pagas y disponían de bastante tiempo libre, sobre todo en comparación con sus camaradas de infantería. Sin embargo, todos esos privilegios tenían un precio.
Las condiciones en las que vivían los tripulantes de un U-Boot distaban mucho de ser bucólicas. El medio centenar de hombres que servían en un submarino, la mayoría jóvenes voluntarios con un cierto nivel de preparación (de marineros a especialistas como maquinistas, torpedistas o radiofonistas), convivían apiñados en un espacio angosto y atestado de maquinaria, provisiones y armamento. Las primeras semanas, hasta que entraban en combate, los buques iban tan llenos de torpedos que ni siquiera había espacio para desplegar todas las hamacas y literas que llevaban, obligando a algunos marineros a dormir encima de los proyectiles. Normalmente, en los submarinos solo había una cama para cada dos hombres, por lo que se turnaban para ocuparla.
La sensación de claustrofobia provocada por la falta de espacio se incrementaba por el ambiente enrarecido que se formaba en el interior. Una mezcla de hedor a humedad, gasolina, comida, sudor (los hombres apenas podían lavarse ni cambiarse de ropa durante las travesías), letrina (había únicamente dos, aunque la de cubierta apenas se usaba) y una colonia de limón llamada Kolibri que se utilizaba para eliminar el salitre del cuerpo y disimular el olor corporal. A todo ello hay que añadir la falta de luz natural, la ausencia de privacidad, el ruido constante de la maquinaria y el asfixiante calor que desprendían los motores, que podía llegar hasta casi los cincuenta grados.
Para amenizar las largas jornadas de monotonía y relajar las tensiones provocadas por los combates y la estrecha convivencia, se organizaban competiciones (de ajedrez, damas, cartas), se ponía a determinadas horas música en un tocadiscos o se cantaban canciones acompañadas de instrumentos, normalmente un acordeón. En fechas señaladas o cuando se hundía algún barco, se organizaban pequeñas celebraciones en las que toda la tripulación se vestía para la ocasión, se repartían exquisiteces como fruta fresca o chocolate y se permitían las bebidas alcohólicas.
Los tripulantes de un submarino estaban expuestos a una enorme tensión psicológica. Cuando un buque enemigo los encontraba, se sumergían a muchos metros para evitar ser alcanzados por las cargas de profundidad de aquél. El problema es que esos ataques podían durar días. Los marineros pasaban largas horas en silencio para no ser detectados por los sonares, atentos a su característico sonido y al ruido de las explosiones de las cargas, y muchas veces a oscuras por efecto de la onda expansiva. Algunos no lo soportaban. La tensión continuada, la falta de oxígeno y el miedo a ser hundidos y quedar atrapados en el buque les provocaba lo que llamaban Blechkoller, o «síndrome de lata de conservas», un tipo de neurosis caracterizada por violentos ataques de histeria.
Al final de la guerra, el mito se resquebrajó y la realidad se impuso: los submarinos alemanes fueron, proporcionalmente, los que más bajas sufrieron de toda la Wehrmacht. Tres de cada cuatro hombres que sirvieron en los aproximadamente novecientos submarinos que se botaron durante la contienda no vieron el final de la guerra. A menudo morían de forma lenta. Cuando los submarinos se hundían, si la presión rompía el casco, los marinos morían ahogados. Si no, si la profundidad no era suficiente, permanecían atrapados en el buque hasta quedarse sin aire.
Fuente:
* Carlos Joric, «Vivir bajo el agua». Revista Historia y Vida Nº 611, pág. 12-13
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