LA MATANZA
Tan pronto como los rebeldes notaron la ausencia de los federales, algunos grupos empezaron a entrar a la plaza y, unidos a los habitantes más pobres de Torreón, notoriamente bebidos unos y otros, saquearon los principales comercios y perpetraron una terrible matanza de chinos. El único jefe de cierta significación que estuvo presente fue Benjamín Argumedo, a quien después quiso usarse como chivo expiatorio, pero que terminó exonerado por los jueces de la causa. Aunque tarde para los chinos, Orestes Pereyra y Emilio Madero lograron poner fin a los desmanes.
La más detallada narración de la matanza de chinos, escrita por Juan Puig, resulta extremadamente confusa, porque confusa es la realidad que relata. Los que no son confusos son el horror y la xenofobia: “Al tiempo que saqueaban, buscaban a los chinos y los mataban a tiros en sus escondites –y a algunos también, según parece, a machetazos: entre los cadáveres llegó a verse muchos mutilados– o los sacaban a la calle a empellones para abatirlos allí […] Los cadáveres de los tenderos y empleados chinos eran arrastrados afuera o arrojados por encima de las bardas, y se les dejaba tendidos en la calle. Un testigo de la matanza declaró haber visto incluso cómo unos niños pequeños, mexicanos, venían a patear en la cabeza dos de esos cadáveres”.
Al llegar los desordenados rebeldes al centro de la ciudad, la matanza se volvió ordenada: “Con la orden de matar a los chinos y con el pueblo que clamaba por ello, los soldados de Argumedo irrumpieron en el edificio Wah Yick. Ninguno de sus ocupantes quedó con vida. El crimen se perpetró en las mismas habitaciones donde se habían querido refugiar. Los cadáveres, veinticuatro cadáveres, quedaron amontonados en la calle y la gente corrió a descalzarlos; hubo jinetes de la fuerza revolucionaria que lazaron algunos de ellos –entre los que no faltaban mutilados– por los pies, y se los llevaron arrastrando al galope a muchas cuadras de ahí […] A través de una de las ventanas del edificio, alguien arrojó a la calle una cabeza humana: la cabeza de un chino”. También “vejaron horriblemente” a las que quizá eran las dos únicas mujeres de una inmigración de varones.
Otras escenas, tan dantescas como estas, ocurrieron en diversos puntos de la ciudad. En lugar de abundar vale la pena insertar un contraste: en la mayor lavandería china de la ciudad fueron asesinados a tiros el gerente Wong Nong Jum y cuatro de sus dependientes, pero otros lavanderos y planchadores, así como otros chinos que se habían refugiado ahí, saltaron la barda que dividía ese negocio de la fábrica de muebles La Vizcaína, cuyo dueño, don José Cadena, y un mozo mexicano llamado Clemente escondieron a los chinos, con riesgo de perder su propia vida, durante catorce horas y media. Otros vecinos de Torreón también se opusieron al crimen colectivo, como el ranchero Francisco Almaraz, “un señor Escobar, dependiente del licenciado Joaquín Garza Farías” y “un vecino de mi quinta”, declaró el doctor Lim, que salvó la vida.
Comentarios recientes